Asistimos a un momento de
transición en lo que antes se conocía, o definía como crítica cinematográfica.
En mi libro Estado Transitorio. Cinefilia
en el Siglo XXI, me he referido a que en la actualidad no solo se debería
identificar como crítico de cine a aquel que reseña, o describe, los estrenos
de la semana (por otro lado, algunos de ellos muy pobres) sino a aquellos
profesionales que, en general, contribuyen a la cultura fílmica.
En este sentido, creo que la
mirada crítica (no el sentido de señalar lo que está mal como algunos la
interpretan sino en el sentido de su realización en forma de escritura o relato
oral) está hoy, en muchos aspectos, más cerca de la literatura que de géneros
como el periodismo de divulgación. Y dentro de la literatura, la escritura de
cine no está del todo metida en el discurso del marketing y por eso late desde
un lugar, no marginal, pero si descentrando, alejado de la lucha de poder en el
campo intelectual y de las variables del mercado. Inclusive en algunos casos,
estas expresiones, están bien cerca de lo artesanal porque muchas veces los
autores son también los productores de sus propios trabajos.
Por supuesto, este último eso
puede tener aspectos buenos o malos. Los malos son claros: al no tener una
rúbrica editorial, una mirada externa que contraste con la mirada del autor
(resaltando sus virtudes y marcando sus debilidades), el asunto se puede
transformar en despotismo, arbitrariedad, o en una construcción gramatical
narcisista que evoca el yo por el yo mismo, sin un fundamento sólido detrás.
Escribir, potencialmente, podemos hacerlo todos, pero tener algo para decir, no
ocurre siempre. Afortunadamente, estos últimos puntos oscuros no son aplicables
a un libro de cine que llegó a mis manos por intermedio de su autor.
Me refiero al libro Estoy hecho de cine. Conversaciones de José Martínez Suárez con Mario Gallina, el Presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y
cineasta integrante de ese movimiento reconocido como nuevo cine argentino. Para empezar es un libro enorme, y a primera
vista se visualiza que hay mucho trabajo detrás porque José empieza contando su
infancia en Villa Cañás (y me da especial emoción la mención al lugar porque la
madre de mi papá era oriunda de allí) hasta llegar al Festival de Cine.
El formato dialógico – alejado de
la reseña histórica tradicional- le permite a Mario la contra pregunta, y su
respuesta, que arroja una información que no por pequeña es menos importante y
donde generalmente aparecen los detalles que dan la pintura justa del momento.
Por ejemplo, José cuenta cómo fue su primer acercamiento al cine y como salía
corriendo a la sala del pueblo para ver la película, o como su padre,
interrumpiendo la reunión del domingo, lo llevaba a la sala para que no se
pierda la función. O cuando comenta cómo y cuándo fue que, vía sus hermanas,
llegó a un estudio de filmación.
Esas, u otras anécdotas, que
evocan distintas películas – cada cinéfilo que lea esto se hará de su propia
imagen-, contribuyen a la pintura de época, a visualizar el funcionamiento de
un pueblo de la Argentina, alejado de la Capital, en los albores del Siglo XX.
Pero también brindan una información solapada sobre cómo era relacionarse con
el cine cuando no existían las escuelas, ni el Instituto, ni los ciclos, ni
mucho menos internet para bajarse las películas. Esta manera del libro de ir
del cine a la reconstrucción oral de época, es una gran virtud porque cualquier
lector puede acercarse a el.
Por supuesto, en el relato, se
puede reconstruir el devenir del cine argentino (y sus cambios) y no es
arriesgado decir que hay dos niveles de lecturas paralelos, simultáneos: El
nivel de lectura que trasciende la especificidad, y el específico propiamente
dicho.
Por otro lado, “Estoy hecho de
cine” refiere inevitablemente, a otros libros de cine donde la manera de llegar
a un conocimiento es a través del diálogo, de la conversación. El libro,
seguramente sin proponérselo, es también una forma de conocer, y acceder, a
Mario Gallina: un hombre caballero y respetuoso, investigador de importantes
figuras del cine nacional, que la vorágine contemporánea, o los tiempos de
internet, van dejando en el olvido. El libro cuenta, además, con interesante
material de archivo como fotos, afiches e intercambio epistolar.
Virginia Luque. La estrella de Buenos Aires, el libro anterior de Mario Gallina, fue presentado a sala repleta en
el Teatro Empire – un escenario mítico de la escena porteña- y con unos
lectores ansiosos por conocer la vida y el devenir de una artista que los había
acompañado por años. Ir sobre el trabajo de una artista que trasciende la
actualidad, es una buena muestra de lo que entiendo por realmente aportar a la
cultura fílmica que en el investigador Mario Gallina encuentra a un humilde,
cálido y atento servidor.
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