Funny Games de Michael Haneke/El poder del relato
A propósito de los Oscar, Haneke
se ha transformado en un tópico. Si bien se habla de él poco y nada se dice de
su obra. En honor al signo zodiacal bajo el que he nacido voy a ir un poco contra
la corriente y a escribir, no ya de Amour,
sino de Funny Games, una película del
cineasta austríaco de 1997 que de alguna manera condensa características que serán con el tiempo su
marca de “autor”.
Mucho se ha dicho a propósito de
las similitudes entre Funny Games y La
Naranja Mecánica (1071, Kubrick). Y es cierto que en ambas la trama es
parecida. Pero me parece que la reflexión de Haneke no tiene solo que ver con
como se puede destruir psíquicamente a un sujeto a través de la manipulación
perversa sino también con como se puede manipular la emoción del espectador a
través de la puesta en escena cinematográfica. Algo que, por otro lado, tampoco
es del todo ajeno a Kubrick. Y sino recordemos ese espeluznante contrapunto en Doctor Strangelove (1964) donde,
mientras cae una bomba atómica, se escucha música clásica.
El comienzo de Funny Games tiene algo de eso. Todo marcha
perfecto (metafórica y literalmente: nuestros personajes van en auto) hasta que
una banda de sonido heavy metal
altera la armonía. Recordemos el momento anterior a eso: Un matrimonio va en un
automóvil en medio de un paisaje bucólico y mientras escuchan determinadas
canciones “juegan” a descubrir a quién pertenece la partitura.
Inocentemente, uno podría pensar
que “el juego gracioso” del título es ese: que distinguir no ya entre Mozart o
Chopin (valga la redundancia: clásicos de la música clásica) sino entre nombres
menos conocidos (para entendidos) es una práctica que solo los austríacos
podrían jugar. Pero no; sorpresivamente la música cambia y una canción
“violenta” y extradiegética (es decir más allá de la casetera del auto)
interrumpe el clima jocoso como anticipando lo que vendrá: por un lado la
cruenta historia y por el otro la prepotencia del narrador para interrumpir la
acción y la identificación del espectador con la situación (los que llegaron al
final de la película, saben a qué me refiero).
Y en este punto es donde quiero
detenerme y no tanto en el análisis de cómo una familia burguesa es primero
acechada, manipulada, amenazada y vejada por dos extraños de la peor manera (si
es que en circunstancias así podría imaginarse alguna buena manera). Porque al
ver esta película nuevamente tengo la sospecha de que Haneke no está contando
solo una historia sobre la invasión y la manipulación que el miedo (real o
imaginado) puede ejercer sobre un grupo humano (en este caso una familia) sino
que además está reflexionando sobre las posibilidades que tiene un narrador (en
este caso cinematográfico) de manipular la emoción del espectador.
Es que Haneke es europeo, nació
en los años ’40 y muy probablemente sus referencias no sean las películas
clásicas de Hollywood (no leí ninguna entrevista para escribir esto) sino la
poética de Brecht u otras estéticas que bregan porque los relatos sean
interrumpidos y se rompa la impresión de realidad. En este caso, y en este sentido, para
lograrlo se vale de recursos como las miradas y apartes a cámara, el avance o
retroceso de la imagen in situ (mientras
se desarrolla la película), acciones con un final, u otro, y los cambios de
textura.
Además de trabajar con el
distanciamiento, en esta película va un poco más allá y está poniendo en
evidencia la capacidad del narrador de manipular la emoción del espectador y el
poder de la puesta en escena (del cómo del relato). Por eso sostengo (un poco
drásticamente) que los que dentro de la trama truculenta de Funny Games están más cerca del narrador
no son justamente las víctimas (la familia compuesta por Anna, George o
Schorschi) sino los perversos Peter y Paul. Como Peter y Paul el que está
afuera de todo esto (por decirlo mal y pronto: el que mira y organiza la
película) es el que también tiene “el poder” de mostrar, o no, algo de hacerlo avanzar o retroceder, cambiar
una escena, u otra.
Haneke nunca pierde el control de
lo que nos muestra, o nos esconde. De hecho, no nos muestra el instante de los
actos más crueles: el asesinato del perro, o del niño. El acto más brutal de la
película ocurre fuera de campo. Sin embargo, y otra vez, nos es anticipado por
el sonido ambiente (in): las voces y los gritos fuera de campo. El después del
acto brutal (la horrorosa constatación del deceso del niño) nos lo muestra a
través de un plano secuencia de más de 10 minutos que tiene apenas 3
movimientos sobre el eje de la cámara. Para nosotros es difícil de soportar,
pero a Haneke no le tiembla el pulso.
No le tiembla el pulso tampoco
para sugerir que la madre en cuestión (Anne) a estas alturas es una especie de
máquina que quiere sobrevivir cueste lo que cueste. La negación de lo que ha
pasado es tal que no repara en que está tratando de soltarse las amarras de sus
muñecas sobre la sangre de su hijo asesinado. De hecho, el único que se acerca
al hijo es el padre y de alguna manera lo entierra al taparlo con una tela.
Todo ha ido en un crescendo tan
difícil de soportar, que el narrador “nos da un respiro”, nos da la pasajera
posibilidad, por cierto también horrorosa, de deshacernos finalmente de uno de
los malechores a través de Anne. Pero no, el “juego” no termina allí y Haneke,
a través de su personaje delegado Paul, vuelve todo a su lugar: a seguir el
juego macabro hasta el final.
Atención, y por si no se
entendió, con esto no quiero decir que Haneke es un sádico. Lo que sí me parece
que muchas veces la forma en la cual construye la puesta en escena cinematográfica
lo es y que en esta película nos está advirtiendo sobre esto. Nos está diciendo
(metafóricamente hablando, claro): no es tanto lo que ves (la imagen en sí),
sino cómo lo ves: con una cámara acá, o allá, con un plano así, o asá, con una
duración X. No es tanto una reflexión sobre el poder de la imagen sino sobre el
poder del relato, de todo el dispositivo cinematográfico. Por supuesto, todo
esto lo desarrolló más explícitamente unos años después en Caché (2005).
En el plano final de la película Paul
- como un Antoine Doinel perverso y maldito- mira a cámara como diciendo “el
juego no ha terminado”. Y efectivamente así fue: quedaban por delante muchas
más películas “crueles” de Haneke por venir.
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