viernes, 21 de febrero de 2014

Nebraska de Alexander Payne


Debo comentar para empezar esta crónica que el año pasado no fui de aquellas personas que se sintieron del todo convencidas con la película Amour del austríaco Michael Haneke. Y no porque Haneke no me atraiga como cineasta, o porque no entienda cabalmente lo que es la degración de la mente y del cuerpo humano, sino porque me pareció que en este caso le prestaba demasiado atención al detalle escabroso, a los pormenores más cruentos: esos que los que fueron testigos de una enfermedad neurológica como el Alzheimer, o cualquier otra de iguales características, conocen bien. El realizador, con una crudeza implacable, mostraba el ocaso de una vida como en un crescendo operístico, paso por paso, hacia una resolución cada vez peor. La enfermedad, y su avance, eran los temas de Amour más que el amor propiamente dicho. De hecho, en un momento el hombre le pega a la mujer y no confundamos: ese no es amor, es una deformación del amor.

Más que la historia de amor entre estos dos seres (magníficos sin dudas Jean Louis Trintignant y Emanuelle Riva) que se habían amado, más que la hija cínica y tarada que les tocó en gracia, más que la empleada indulgente y fría, o el yerno infiel, la enfermedad y la obsesión de Haneke por mostrarla cual un científico eran los protagonistas absolutos de la película. ¿Cuál era la diferencia entonces entre lo que hizo Haneke y otra película que narra una enfermedad pongámosle por caso – y salvando las distancias – Todo por amor (1991) interpretada por Julia Roberts?  Que el cineasta se tomaba su tiempo, que usaba el plano secuencia, que no cortaba de acuerdo al timming propio de la narración hollywoodense. Eso, entre otras cosas, era lo que hacía a la película difícil de ver, de soportar. Haneke siempre ubica al espectador en el límite de la mirada.

Nebraska de Payne trata de lo mismo (de un hombre que transita el ocaso de su vida  con una enfermedad neurológica) y sin embargo es una película totalmente distinta. En principio porque los recursos formales que utiliza Payne están  en la vereda opuesta de Haneke: Si este último elige el interior, Payne saca a sus personajes a la calle y a la ruta, si Michael elige el plano corto, Payne busca el plano abierto (general), si Michael se enfoca en lo ominoso de la enfermedad, en el detalle científico, Alexander se enfoca en las relaciones interpersonales.

Nebraska es verdaderamente extraña. Es extraña porque es una película de final pero parece de iniciación (el formato road movie le permite a David el descubrimiento de su papá) y porque narra un ocaso pero lo hace con cierta luz (los pasajes cómicos en la película tienen que ver con esto). Woody Grant es un hombre mayor que tiende a perderse, que vive la mayor parte del tiempo en otro lugar (científicamente seguramente tenga Alzheimer).  Tiene una obsesión: quiere llegar a Nebraska para cobrar el millón de dólares que, cree, ganó en un concurso. Lo que ignora, o hace que no sabe (eso no termina de quedar claro) es que en realidad esa carta que recibió es una estrategia de marketing para que se suscriba a una revista. El único que comprende a su padre es su hijo David que acuerda en llevarlo de Billings (Montana) a Lincoln (Nebraska).

Nebraska es como el El Gran Pez pero al revés. En vez de usar un personaje cínico, o resentido, todo el tiempo enfrentado a su padre, Payne construye un muchacho compasivo que puede tener razones para no ocuparse de su papá en el tramo final de su vida  y que, sin embargo, prefiere conectarse con lo bueno que este supo darle. Un David que descubre que su padre tuvo otro amor (más allá de su mamá) y una empatía con el entorno que él no se hubiera imaginado porque lo conoció gruñón.

Payne vuelve al formato de la road movie (que tan bien supo transitar en Entrecopas y A propósito de Schmidt) y cuenta una historia donde los protagonistas son los personajes, con sus dudas, sus debilidades y fortalezas, sus rencores. La enfermedad está allí, latente, ominosa pero Payne no profundiza en esta y sus síntomas, la deja la mayor parte del tiempo en el fuera de campo. Esto hace que sus personajes vivan el pesar con dignidad e, incluso, con cierta grandeza y heroicidad. El final es en este sentido (si bien responde al esquema del guión) ejemplificador: A Woody no lo recordaremos como un personaje decadente, lo recordaremos como un héroe.  Quizás como algunos queremos recordar a nuestros padres.

En el escenario actual (donde fascinarse con la miseria humana está en boga) Alexander Payne construye un relato que dignifica los sentimientos humanos (buenos y malos) por encima de la finitud y degradación inevitable de la carne.


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