Debo comentar para empezar esta
crónica que el año pasado no fui de aquellas personas que se sintieron del todo
convencidas con la película Amour del
austríaco Michael Haneke. Y no porque Haneke no me atraiga como cineasta, o porque
no entienda cabalmente lo que es la
degración de la mente y del cuerpo humano, sino porque me pareció que en este
caso le prestaba demasiado atención al detalle escabroso, a los pormenores más
cruentos: esos que los que fueron testigos de una enfermedad neurológica como el Alzheimer, o cualquier otra de
iguales características, conocen bien. El realizador, con una crudeza
implacable, mostraba el ocaso de una vida como en un crescendo operístico, paso
por paso, hacia una resolución cada vez peor. La enfermedad, y su avance, eran
los temas de Amour más que el amor
propiamente dicho. De hecho, en un momento el hombre le pega a la mujer y no
confundamos: ese no es amor, es una deformación del amor.
Más que la historia de amor entre
estos dos seres (magníficos sin dudas Jean Louis Trintignant y Emanuelle Riva) que se
habían amado, más que la hija cínica y tarada que les tocó en gracia, más que
la empleada indulgente y fría, o el yerno infiel, la enfermedad y la obsesión de
Haneke por mostrarla cual un científico eran los protagonistas absolutos de la
película. ¿Cuál era la diferencia entonces entre lo que hizo Haneke y otra
película que narra una enfermedad pongámosle por caso – y salvando las
distancias – Todo por amor (1991)
interpretada por Julia Roberts? Que el
cineasta se tomaba su tiempo, que usaba el plano secuencia, que no cortaba de
acuerdo al timming propio de la
narración hollywoodense. Eso, entre otras cosas, era lo que hacía a
la película difícil de ver, de soportar. Haneke siempre ubica al espectador en
el límite de la mirada.
Nebraska de Payne trata de lo mismo (de un hombre que transita el
ocaso de su vida con una enfermedad
neurológica) y sin embargo es una película totalmente distinta. En principio
porque los recursos formales que utiliza Payne están en la vereda opuesta de Haneke: Si este último
elige el interior, Payne saca a sus personajes a la calle y a la ruta, si Michael
elige el plano corto, Payne busca el plano abierto (general), si Michael se enfoca en lo ominoso de la enfermedad,
en el detalle científico, Alexander se enfoca en las relaciones
interpersonales.
Nebraska es verdaderamente extraña. Es extraña porque es
una película de final pero parece de iniciación (el formato road movie le permite a David el descubrimiento
de su papá) y porque narra un ocaso pero lo hace con cierta luz (los pasajes
cómicos en la película tienen que ver con esto). Woody Grant es un hombre mayor
que tiende a perderse, que vive la mayor parte del tiempo en otro lugar
(científicamente seguramente tenga Alzheimer). Tiene una obsesión: quiere llegar a Nebraska
para cobrar el millón de dólares que, cree, ganó en un concurso. Lo que ignora,
o hace que no sabe (eso no termina de quedar claro) es que en realidad esa
carta que recibió es una estrategia de marketing
para que se suscriba a una revista. El único que comprende a su padre es su
hijo David que acuerda en llevarlo de Billings (Montana) a Lincoln (Nebraska).
Nebraska es como el El Gran Pez pero al revés. En vez de usar
un personaje cínico, o resentido, todo el tiempo enfrentado a su padre, Payne
construye un muchacho compasivo que puede tener razones para no ocuparse de su
papá en el tramo final de su vida y que,
sin embargo, prefiere conectarse con lo bueno que este supo darle. Un David que descubre que su padre tuvo otro amor (más allá de su mamá) y una
empatía con el entorno que él no se hubiera imaginado porque lo conoció gruñón.
Payne vuelve al formato de la road movie (que tan bien supo transitar
en Entrecopas y A propósito de Schmidt) y cuenta una historia donde los
protagonistas son los personajes, con sus dudas, sus debilidades y fortalezas,
sus rencores. La enfermedad está allí, latente, ominosa pero Payne no
profundiza en esta y sus síntomas, la deja la mayor parte del tiempo en el
fuera de campo. Esto hace que sus personajes vivan el pesar con dignidad e,
incluso, con cierta grandeza y heroicidad. El final es en este sentido (si bien
responde al esquema del guión) ejemplificador: A Woody no lo recordaremos
como un personaje decadente, lo recordaremos como un héroe. Quizás como algunos queremos recordar a
nuestros padres.
En el escenario actual (donde
fascinarse con la miseria humana está en boga) Alexander Payne construye un
relato que dignifica los sentimientos humanos (buenos y malos) por encima de la finitud y degradación inevitable de la carne.
Impecable Lorena. Felicitaciones.
ResponderEliminarMuchas gracias Bruno por leer!
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