Relatos Salvajes de Damián Szifrón ya lleva más de un mes de
exhibición y sigue aún en cartel cerca de marcar un récord que no se veía desde
la época de los ’70 en que las películas (como las de Favio o Antín por ejemplo)
superaban cómodamente la cifra de 2 millones de espectadores. De todas maneras
¿son solo los números un dato fehaciente para analizar el fenómeno de este
trabajo de Damián Szifrón? Hay quien dirá que en un país de casi 40 millones de
habitantes que Relatos Salvajes
alcance los 3 millones sigue siendo poco y nada. Esta afirmación podría tener
algo de cierto, si nos ponemos pesimistas, pero Relatos Salvajes es un triunfo para el cine argentino que se exhibe
en las salas comerciales (el que busca un contacto masivo con el público) y una
victoria para Szifrón que evidentemente supo captar algo que estaba en el aire
y llevarlo a una película que oscila entre el drama y el humor.
Es verdad, hay algo de fórmula en
la película que convoca a varios de los actores más reconocidos del cine local.
Tener a Ricardo Darín en el elenco es, quién lo duda a estas alturas, una llave
de oro o, para no ser tan materialistas, una forma de comunicación asegurada
con el espectador argentino. Pero por otro lado, la película como un todo (a
pesar de que está hecha de episodios divergentes) supo dar en un “nervio” de la
argentinidad, en esa zona oscura que va de la tranquilidad a la reacción
violenta, al “pasaje al acto”. Eso que hace que la frase “relatos salvajes” se
haya instalado para cuando alguien quiere referir a un caso violento. Por
ejemplo, el triste episodio de un hombre que atropelló a un perrito, se bajó a
ayudarlo y, en una situación poco clara, fue golpeado por otro, terminó cayendo
en el piso y perdiendo la vida. O, para dar un ejemplo no tan triste: Yo misma
me sorprendí cuando, caminando por la calle con una amiga, y frente al hecho de
que una grúa estaba levantado un auto (que en este caso estaba efectivamente
mal estacionado aunque el método de la multa sigue siendo discutible), dijimos
casi al unísono “que no te agarre Bombita”. No quedan dudas de que la película
de Szifrón ha trascendido la pantalla y es más allá de sí misma.
Pero ¿es del todo una tragedia? ¿O
es una comedia? En principio, pareciera que Relatos
Salvajes va de la tragedia a la risa (y esa puede ser una de sus virtudes o
falencias depende cómo se lo mire). Casi todos los capítulos tienen dos
finales: el final propiamente dicho de la trama y una suerte de remate que,
aunque sea bizarro al estilo Cuentos de
la Cripta, en un punto descomprime todo lo que pasó antes. Así pasa en el
capítulo de los automóviles encontrados, en el del soborno, y en el del citado
Bombita.
¿Será ese abanico bipolar y
esquizoide una forma de ser argentina? Esta semana el caso del #motochorro que
robó a los turistas canadienses fue uno de los temas más importantes de la
semana porque fue invitado a un programa de televisión. Recordemos que había
trascendido un video en el cual los turistas mostraban como este hombre les
había exigido, arma de por medio, que le den sus mochilas. Más allá de esta
situación (que es para otro debate y/o columna) lo que me llamó la atención es
la circulación de un video-juego sobre el caso que es, al mismo tiempo, triste
y cómico. En el juego, el turista va contento por la bici senda mientras el
hombre de la moto va detrás (la idea es que el jugador se aleje lo más posible
del #motochorro) porque si lo alcanza, sabemos la trama, le pide (le ordena)
que le de la mochila mientras el turista le dice Amigo-u (está escrito así porque es así como suena la palabra
cuando un angloparlante la pronuncia).
Para entender este delirio, este
punto de inflexión entre la carcajada y el terror, y entender también un poco
más a Relatos Salvajes, me sirve
referir al grotesco criollo (el género teatral rioplatense que sucedió al
sainete en los albores del Siglo XX) donde lo que define al personaje es su
rictus, la famosa mueca grotesca tal cual la describen los historiadores, una
fusión entre la risa y el llanto, un oxímoron en sí mismo, que le da al
personaje un aire patético.
Vuelvo a lo que ya dije: la
película está hecha de episodios, muy distintos entre sí (por los personajes y
el entorno) pero que están de alguna manera unidos por los raptos de violencia
(casi como el que tuvo Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand cuando propició
palabras desafortunadas para explicar una idea que quizás no lo es tanto). Me
pasó algo como espectadora de la película: el primer episodio (el del avión) me
resultó el más cómico de todos y pensé que el tono de la película seguiría más
o menos por ese rumbo, el del humor digamos provisoriamente “negro”. Sin
embargo, el resto de los capítulos son dispares y tienen su propio clima y
atmósfera. Lo que sí me llamó la atención como continuidad, la presencia del
auto como una máquina ambivalente: un objeto que te puede llevar tanto a la
gloria, como al peor de los infiernos.
El episodio del citado “Bombita”
(que bien podría ser un personaje del genial Capusotto, de hecho este estupendo
cómico tiene un personaje que se llama justamente Bombita Rodríguez) es literal
en este sentido, pero en los episodios de la ruta y por supuesto el del
accidente, son los automóviles los que desencadenan los conflictos. El trabajo protagonizado por Sbaraglia y Donado en la inmensidad del paisaje norteño es
elocuente: lo que separa a un personaje de otro (en términos de status) es
poseer un modelo, u otro de automóvil pero en el fondo, en su inconciente,
terminan siendo lo mismo: dos sujetos presos de la ira más irracional (en lo
que quizás sea una tesis del director). Por otro lado, los mismos autos, más
allá de sus modelos, funcionan al mismo tiempo como aliados y enemigos: Aliado
cuando Sbaraglia lo pasa a Donado y lo insulta, enemigo cuando lo deja varado
en el medio del desierto. La escena del airbag
es memorable en este último sentido y lejos de cualquier efecto
publicitario (como el de los primeros planos) denota que ni el mejor de los
autos puede salvarte de la peor desgracia.
El capítulo del accidente que
transcurre en el entorno de un country
(barrio cerrado) donde unos padres corruptos - Martínez y Onetto, brillante esta
última en su papel que, de alguna manera, ya había transitado en La mujer sin cabeza, 2008, de Lucrecia
Martel - quieren tapar el delito que ha cometido su hijo sobornando a un empleado
es, a mi criterio, el más oscuro de todos los episodios. El auto es otra vez el
causante de “su desgracia” aunque esta vez lo vemos más inactivo que en
movimiento. La escena donde el empleado (El Casero interpretado por Germán Da
Silva, verosímil en rol) se sube al auto y simula haber conducido es
verdaderamente escalofriante: no solo porque el hombre por dinero y presión ha
finalmente aceptado la propuesta sino por la frialdad y al mismo tiempo
naturalidad con la que el abogado que interpreta Osmar Nuñez, superlativo en su
actuación, le indica lo que tiene que hacer y decir.
Este capítulo, el más contenido
de todos, el menos literal y explícito, es impecable, aún cuando en el final
vuelva al efecto Cuentos de la Cripta. De todos los capítulos, el que yo con
más expectativas esperaba era el de la fiesta de casamiento. En principio, debo
decir que me pareció brillante la manera en la cual Szifrón filma los primeros
momentos de la celebración, con esa mezcla tan rara de tensión y alegría que
suelen tener los eventos del estilo, y como va construyendo el crescendo y
transformando al relato de la comedia romántica al thriller psicológico. La
mutación del personaje que compone Erica Rivas cuando descubre lo que está
pasando en la subtrama de la fiesta es verdaderamente estupenda. Y el después viene su gran catarsis, la gran bacanal, la locura dionísiaca, el desenfreno que
toda mujer neurótica engañada, con frialdad y cálculo como esta, fantasea,
quizás, de poner en práctica alguna vez.
Ahora bien, lo dicho ¿hace Relatos Salvajes la mejor película
argentina? ¿O el tipo de películas que necesita el cine argentino de ahora en
más? ¿O el tipo de película que los argentinos quieren ver? Relatos Salvajes vale mucho por lo que
ha generado en el espectador local aquí y ahora. Las otras son cuestiones, a mi
criterio, que de responderse, o debatirse, podrían hacerse más adelante, con
una distancia histórica prudente. Responderlas hoy obedecería más a la jerga
periodística deportiva que al cine comercial como medio de comunicación de masas, como
fenómeno sociológico y psicológico.
Personalmente, prefiero el
primer largometraje de Szifrón El fondo
del mar (2003) porque solo contaba una historia, era una película más
artesanal y la mujer era protagonista, aún cuando fuera observada desde el punto
de vista masculino. Aparte porque era una película de suspenso, una trama que
demostraba como la cotidianeidad puede transformarse en algo inquietante. Pero insisto, eso es una cuestión de gusto personal y posicionamiento
estético, y no invalida para nada a este nuevo trabajo de Sizfrón que también
me ha capturado con esta propuesta – y como he sostenido no solo a mí por
supuesto- y me hace creer que estoy frente a un gran narrador de historias, un
cineasta que conjuga por partes iguales sus dotes para dirigir actores, un
equipo técnico y para inventar historias sacadas de su pluma. En tiempos donde
al cine, a la sala de cine tal como la entendíamos, no se le puede pedir mucho,
que Szifrón haya logrado eso, ya es bastante.
Copyleft Lorena Cancela