Por Lorena Cancela
Si algo conmueve al enfrentarse
al magistral documental de Werner Herzog La
cueva de los sueños olvidados (sobre las cuevas Chauvet en el Sur de
Francia) es la sensación de que el tiempo y el espacio, como los conocemos y
percibimos, no tienen valor. No solo porque la distancia que nos separa de
nuestros antepasados (los hombres primitivos) es inconmensurable para nuestra
percepción actual (32 000 años ¿qué es eso, no?) sino porque al enfrentarnos a
las imágenes que nos legaron (figurativas y detallistas) el camino que nos
separa de aquellos se acorta. Y sobre esa paradoja es donde Herzog posa su
mirada y construye un film sorprendente, e imprescindible, no solo en términos
de información sino de acercamiento a un paradigma distinto. El documental fue
también la primera incursión de Herzog con el 3 D – aunque existen versiones en
2 D como la que exhibió la TV Pública argentina esta semana- y construye un
paralelismo entre la imagen primitiva y la imagen- movimiento. La buena noticia
para los que aún no lo vieron, es que está en youtube.
Narrativamente La cueva de los sueños olvidados de
Herzog- director de Aguirre la Ira de
Dios, Nosferatu y Fitzcarraldo entre otras- comienza de manera convencional: el cineasta
nos sitúa espacial y temporalmente en el Sur de Francia, en unas cuevas que por
muchos años se mantuvieron ocultas (una expedición dirigida por Chauvet, Brunet
y Hillaire las descubrió en 1994) y donde un grupo de científicos del Siglo XXI
se introduce para analizarlas. Con la autorización de la Ministra de Cultura
Francesa, el grupo lleva un compañero “especial”: al mismísimo Herzog que podrá
filmar, con ciertas restricciones preservacionistas, lo que hay en sus paredes.
En principio, no cuesta imaginar al cineasta alemán dentro de una cueva de
difícil acceso si tenemos en cuenta que estuvo frente a un volcán a punto de
erupcionar en La Soufriére, o a los
pies del Cerro Torre, en el sur argentino, luchando contra el incontrolable
viento patagónico, en Grito de Piedra.
Pero rápidamente intuimos que aquí no se trata tanto de la lucha del hombre
contra la naturaleza sino de otra cosa.
El descenso hacia las cuevas
comienza y en el andar sentimos la cámara que se mueve, y la imposibilidad del
cineasta de controlar del todo los contrastes entre las luces y las sombras. Herzog
explicita que son solo 5 los miembros del equipo de rodaje y que filmar la
cueva, por las condiciones a las que están sometidos, implica también filmarse
ocasionalmente a uno u otro de ellos en algunos pasajes. O sea, no solo los
espectadores develaremos algo de la historia primitiva a través de la
interpretación de los dibujos en las paredes de las cuevas sino también algo de
la lógica del proceso de realización de un film… a lo Herzog. Así, se crea una
doble línea argumental: la de de las pinturas y la de la propia filmación que
redunda, a su vez, en una reflexión sobre el cine mismo y en sus potenciales
posibilidades de existencia (incluso en 3 dimensiones) en la era primitiva.
Existen en torno al “método” Herzog
rumores, digamos, amarillistas sobre su forma de trabajar. Quizás el rumor, con
tintes de verdad, más comentado sea sobre la extraña relación que mantuvo con
su actor fetiche Klaus Kinski. Sin embargo, definir al director como una suerte
de loco reduce la posibilidad de pensar su obra como la muestra de una estética
particular (cuyas tramas se nutren de situaciones extremas) y como la
mostración de una forma de filmar excepcional donde el rodaje es vivido como
una aventura, y una de alto riesgo: en el film que nos ocupa, por ejemplo,
existe el peligro de inhalar aire tóxico en una de las habitaciones más
profundas. Dirán los directores de cine que casi todos, en alguna u otra
oportunidad, se han sentido al borde de un ataque cardíaco, o incluso han
sufrido alguno, cuando las cosas no iban del todo bien en una filmación. Pero
el riesgo que toma Herzog es distinto a esto, más parecido, en tal caso, al que
toma un andinista cuando decide escalar una alta cumbre.
En La cueva de los sueños olvidados Herzog, además, nos retrotrae a un “como quizás” lo
vieron ellos. La pregunta del mismo Herzog lo explicita: “¿Es el latido de sus
corazones o del nuestro?” “¿Será que algún día podremos entender la visión de
unos artistas con tal abismo de tiempo entre nosotros?”. La idea de
retrotraerse a un momento primitivo – sin necesidad de que medie ningún
fotograma construido en computadora como en las películas de entretenimiento– transforma
cerca del final a la cueva en una suerte de sala de proyecciones (al margen crea
un momento ciertamente mágico para el cine) tal como la podrían haber sentido
nuestros antepasados.
Sin embargo, todo ese mundo se
derrumba en el epílogo cuando entra en escena el concepto “artificialidad” e
irrealidad y Herzog nos traslada a una locación paralela situada a unos 20 km.
de las cuevas de Chauvet. Hay que decirlo: el final es un tanto amargo y cruel.
Porque si los minutos anteriores veíamos la fascinación de los científicos por
el descubrimiento, su interés por preservar el entorno, el cuidado y el amor
con el que todos los implicados en el asunto se relacionaban con los objetos
circundantes, en el desenlace un “otro mundo” amenaza al ambiente preservado.
El cambio de escenario viene, a
su vez, después de la declaración de uno de los científicos que conecta al
hombre primitivo, y su necesidad de comunicación a través de la figuración de
las pinturas en las cuevas, con el hombre contemporáneo que filma por lo mismo.
Ese concepto del cine como un dispositivo gnoseológico, propio de la
modernidad, queda expuesto en su faceta más amarga cuando la misma cámara también
descubre la planta nuclear que anida cocodrilos mutantes en un ambiente
artificial construido por el hombre contemporáneo para generar energía nuclear.
¿Será acaso este contraste una declaración encubierta de Herzog sobre el cine
moderno y el contemporáneo?
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