No creo ser exagerada al decir que
Woody Allen será visto como una suerte de Shakespeare en la pantalla grande. En
Blue Jasmine crea una heroína pocas
veces vista en el cine contemporáneo de acá y de allá: una mujer con la
cual podemos identificarnos, y al minuto
siguiente podemos detestar, una mujer contradictoria, fascinante y despreciable,
hermosa y horrorosa, interpretada brillantemente por Cate Blanchett. El Hada de
El Señor de los Anillos, la
australiana Cate, se luce en este film con la composición de Jasmine: una mujer
a la cual su marido Hal (Alec Baldwin) ha dejado en la bancarrota, con unos cuantos
problemas psíquicos.
Woody Allen no recurre a un
ningún procedimiento vanguardista, ni original, para contar su historia. Su
actriz, sus problemas, sus relaciones con otros personajes, una cámara, un par
de interiores y unos paneos sobre una bahía de sugerente belleza, le sirven
para realizar una película tan potente como artesanal. He leído por allí que el
presupuesto que la vestuarista y Blanchett tenían para vestuario (del que se
ocupó ella misma) era acotado. Digamos que esto está sugerido desde los
créditos iniciales con fondo negro y discretas letras blancas que siguen el
clásico orden de aparición sin destacar a ningún actor. Es cierto: Woody Allen
ha usado estos créditos, pero nunca esta estética ha tenido tanta significación como aquí.
Jasmine, hija adoptada, era una mujer de la clase alta neoyorquina
hasta que queda al descubierto que su esposo era un estafador de alta gama. Sin
nada, decide ir a instalarse una temporada a la casa de su hermana, Ginger,
también adoptada, en un barrio sin lujos ni estridencias de San Francisco. El
contraste entre las dos hermanas es tan marcado que los roces y los conflictos
no tardarán en aparecer. Sin embargo, el mayor conflicto de Jasmine es con ella
misma: adicta a los ansiolíticos, con delirios ocasionales que la exponen a
hablar sola en lugares públicos y privados, acosada por su pasado y los lujos
de antaño, la vida de Jasmine es un auténtico calvario.
Los flashbacks son el recurso más común al modo “cine” de una película que
está contada casi como una obra de teatro lineal: con una introducción,
conflictos y un desenlace. Insisto, no es la originalidad del lenguaje
cinematográfico lo que se destaca en esta pieza sino el personaje de Jasmine y
todas las interpretaciones que, en torno a ella pueden hacerse. Jasmine no tiene una
dialéctica entre máscara y esencia sino que es pura máscara. Su subjetividad ha
sido construida en torno a poseer objetos tal cual como a poseer maridos. Y
cuando los dos factores faltan, cuando la acumulación ya no es más posible, se
desploma en una serie de muecas grotescas.
Su desplomarse es particular. Jasmine,
a diferencia de su hermana – y en seguida iremos sobre ella- no se desploma y
listo. Se desmorona y mientras lo hace emite comentarios metatextuales sobre su
caída. Es consciente de su caída, pero al comentarla no se identifica del todo
con esta. Jasmine está alienada, incluso, de su propia debacle. Le suceden las
cosas a ella, pero al mismo tiempo no le suceden. Ella misma es un personaje, y
al mismo tiempo la directora, de su propio teatro. Ginger es todo lo contrario.
A ella, y a los otros personajes que la rodean, las cosas les pasan: las
estafas, el dolor, el resentimiento que les corre por las venas y también la
violencia.
Si bien en sus últimas películas
(desde Match Point a Midnight in Paris) Allen viene
insinuando que los ricos, o aquellos que han estructurado su vida en poseer
algo (cosas o un status), a pesar del refinamiento y la cultura a la que
pudieran tener acceso, son funcionales a la alienación más descarnada, no había
sugerido con tanta claridad que es fuera del mundo de las finanzas donde queda
algo del disfrute. Desde ya, la mirada de Allen sobre Ginger y sus amigos,
incluido su prometido, no es del todo laudatoria, pero tampoco es del todo
condenatoria. De hecho, a Ginger le da la posibilidad de recuperarse y a su
heroína Jasmine: no.
Jasmine es, sino el más, uno de
los personajes femeninos más complejos que ha creado Allen en los últimos años.
Podríamos especular con que es una continuidad, con 20 o 25 años de diferencia
hacia adelante, del personaje de Match
Point: Chloe Hewett Wilton, la joven esposa del psicópata Chris Wilton,
interpretado por Rhys Meyers. Como aquella joven de la clase alta inglesa,
Jasmine también se casó con un psicópata (la psicopatía no es solo territorio de
los asesinos) y se transformó en su complemento. Porque Jasmine sabía lo que
hacía su esposo, solo que su negación, y las comodidades en las que vivía, no
le permitían enfrentarlo.
Jasmine intenta rehacer su vida,
quiere ir hacia adelante y nosotros espectadores de este drama nos alegramos
cuando eso ocurre. De alguna manera, esperamos que Jasmine, esa mujer de
extraña belleza, se redima. Pero no: Jasmine insiste en la mentira, en la
apariencia, en la ficción. A Jasmine de Janet no le queda nada, y a la
siguiente Jasmine, excepto por una apariencia elegante, tampoco le quedaría
nada de la anterior Jasmine sino fuera por el peso de lo simbólico, de la
condena social que desestructura su discurso imaginario. Porque Jasmine ¿es una
delincuente? ¿O es una soñadora? ¿Es una materialista o una idealista que creía
que el dinero la conducía hacia un más allá?
Preguntas. Al ser no taxativo, el
creador de Jasmine, el brillante Woody Allen, ha dado al cine contemporáneo una
heroína inolvidable, fascinante, un modelo de mujer representativo del capitalismo
financiero, y su desintegración.
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