miércoles, 20 de febrero de 2013

Ojos bien cerrados/ Versión verano 2013

Ojos bien cerrados
Por Lorena Cancela

Un matrimonio de profesionales neoyorquinos, lo que el marketing definiría como ABC 1, se está preparando para ir a una fiesta. Todo parece perfecto: los dos son hermosos, elegantes, educados, su departamento está bien decorado. Ella le da indicaciones a la nana a propósito del cuidado de su hija. Hasta ahí Ojos bien cerrados parece una oda a la vida burguesa perfecta. Pero el enunciador empieza poco a poco a darnos detalles que desentonan. Por ejemplo: Antes de partir, en el baño, la mujer (Alice) le pregunta al hombre (Bill): “¿Estoy bien?”. Y él responde: “Estás hermosa”. La verdad, es que ni la ha mirado y nuestra protagonista se da cuenta.


Llegan a la fiesta. Él apenas conoce al anfitrión Viktor (Sydney Pollack) y ella no conoce a nadie. En un momento se separan y la mujer comienza a bailar con un hombre muy elegante y sofisticado de Europa Oriental. Está ebria. Ahí aparece el primer diálogo punzante de la película. El señor con aire señorial, seductor, le pregunta: “¿Por qué una mujer hermosa que podría tener cualquier hombre está casada?”. Ella le da una sabia respuesta, otra pregunta: “¿Por qué no?”. Mientras tanto desde el rabillo del ojo, ve a su marido hablando con dos señoritas.

¿Qué está haciendo él? Coqueteando, o dejándose coquetear, por dos mujeres que se le acercan, lo rozan. Sin embargo, parece que él no le importa. Bill, vamos conociéndolo, es un hombre confiado en sí mismo y, a su vez, confiable (esto queda demostrado cuando el anfitrión le pido un “favor”). Optimista, seguro de sí, y de la estabilidad que le da su casamiento, nuestro hombre se despide sin problemas de sus festejantes.

Hasta allí, las cosas se suceden, digamos, sin grandes sobresaltos. Al regresar al departamento, descubrimos que lo que pasó en la fiesta fue un histeriqueo social (posiblemente repetido en otras circunstancias) que despierta en ellos ciertas sensaciones. Pero el asunto se complica cuando Alice, otra vez bajo el efecto de una sustancia química (en este caso la marihuana) se enoja porque Bill le dice que si el hombre de la fiesta quería “cogérsela” era completamente compresible porque ella era hermosa.


Alice reacciona frente a esa declaración de manera, aunque entendible, un tanto exagerada. Por un lado, Bill la estaba realmente halagando, por el otro es cierto que de alguna manera la estaba objetivando, o la estaba tratando como un objeto de su posesión. Desde su punto de vista, ella se sintió objetivada, desde su punto de vista él sintió placer de que otros hombres miren, o sientan deseos por su esposa: con las limitaciones (o las negaciones) propias de un hombre confiado en sí mismo, Bill la ama.

A continuación, Alice, defensiva y agresivamente, busca socavar a Bill en su confianza demostrándole que no sabe todo de ella y que, mucho menos, puede estar 100 % seguro de la estabilidad matrimonial que según él supieron conseguir. Lo que hace el ingenio de Kubrick es plantear la amenaza del otro en el interior mismo de la pareja pero sin otro “real”: no hay terceros reales en este cuarto matrimonial: solo él, y ella con sus intensas y magnánimas fantasías, su ingobernable deseo por un hombre prácticamente inexistente (un marinero con el que cruzó una mirada en unas vacaciones) que se materializa en el sádico relato que le ofrece a su marido.

Pero la película no es sobre el sadomasoquismo. Este genio del cine que es Kubrick va un poco más allá. La incontrolable fantasía de Alice con ese hombre (con el que incluso imagina fugarse) se diluye, según  dice, a la mañana siguiente cuando el marinero ya no está. “Que  no estara me alivió”, concluye. La alivió de enfrentarse con los asuntos nocturnos, y sus vericuetos, los pensamientos o sensaciones que afloran cuando no estamos cumpliendo con nuestras responsabilidades cotidianas.

Es justamente de noche, la del tiempo presente de la película, donde el universo “ideal” contenido entre las paredes de este matrimonio empieza a desmoronarse. Bill asediado por el relato de su esposa, sale literal y metafóricamente a la calle. Un ‘tópico óptico’ (la imagen de su esposa teniendo sexo con otro hombre) lo asediará de ahí en mas. En ese derrotero, en el que la hija de un paciente lo avanza, unos muchachos que parecen sacados de La Naranja mecánica lo golpean y llaman gay, Bill, aunque no concreta nada, busca a otra mujer.

Pero el asunto no acaba allí. El reencuentro con Nick Nightingale lo hará llegar a una ceremonia sexual, una orgía gigante en un castillo secular donde hombres y mujeres, enmascarados, intercambian premios y castigos. Bill sorprendido (los swingers no existían simbólicamente aunque evidentemente sí en la penumbra del lenguaje que con el tiempo acabó por definiéndolos) deambula por el lugar advertido por una de las participantes (lo que hace a la trama más intrigante) de que tenga cuidado pues su vida corre peligro. Bill, finalmente descubierto como no habitué huye asustado.


 A partir de allí, la trama se bifurca: Bill vuelve apesadumbrado a su departamento, el ruso que le alquiló la capa termina ofreciéndole a su hija, Nick desaparece, y en la mañana una mujer aparece muerta. Funcionando como un deux et machine, Viktor reaparece y une estos cabos sueltos, explicando la fiesta y muy cruelmente la muerte de la modelo. Esta última parte es  la menos atrapante de la película, pero es comprensible porque se trata de una película de Hollywood. De todas maneras, una frase me llama la atención del discurso de Viktor: “Que todo se trata de una puesta en escena”.

Los ojos bien cerrados del título son los que no pueden ver que la realidad es, en alguna medida, una representación. Que el mundo en el que vivimos es una creencia nuestra, una hermosa u horrorosa mentira, una proyección de nuestra neurosis, una ilusión que puede desmoronarse de un momento a otro pero que, finalmente, nos salva del encuentro con lo real, del ver todo hasta que se quemen los ojos. Cinéfilamente hablando “Salo” de Pasolini, un film imposible de visionar.

En la madrugada, en la antesala del día, entendemos que por la cara de ambos  Bill cumplió con lo que prometió: contarle a su esposa todo lo que vivió la noche anterior. Y a pesar de esa pesada resaca, coinciden en que van a seguir con sus responsabilidades cotidianas. En esta caso, las compras de Navidad para Helena, su hija.

Corte. La “normalidad” ha vuelto, y mientras caminan por un lujoso centro comercial (como no podía ser de otra manera para esta pareja), Bill le pregunta a Alice:

B: “¿Qué crees que deberíamos hacer?”
A: “¿Qué creo que deberíamos hacer? ¿Qué creo? No sé… Creo que deberíamos estar agradecidos porque logramos sobrevivir a todas nuestras aventuras ya sean que hayan sido reales, o tan solo un sueño.
B: “¿Estás segura de eso?”
A: “Solo tan segura como estoy de que la realidad de una noche, ya no digamos de toda una vida, nunca puede ser toda la verdad.”
B: “Y ningún sueño, es solo un sueño”.

En este diálogo la más auténtica y reflexiva es Alice. Él, a pesar de estar afectado, sigue siendo un hombre confiado. Él es, en algún sentido, el hombre hollywoodense, y ella, por jugar un paralelo cómico, la mujer nouvelle vague.

Miremos sino cómo sigue la conversación:

A: “Lo importante es que estamos despiertos ahora y esperanzadamente con mucho tiempo por venir.”
B: “Por siempre”.
A: “¿Por siempre? Es mejor que no usemos esa palabra, me asusta. Pero te amo y hay algo muy importante que vos sabés que necesitamos hacer tan pronto como sea posible.”

A lo que Bill, con su personalidad “despistada” (Y Kubrick marca el costado asexuado y doméstico de Bill durante todo el relato), responde:

“¿Qué?”.
Y Alice dice: “Coger”.

Después de toda esa disquisición entre barroca y budista sobre la realidad y el sueño, sobre ver o no ver, el genio de Kubrick concluye que a pesar de todo hay una verdad: la del cuerpo, y sus necesidades. Y que en ciertas circunstancias está bueno atenderlas.

Copyleft Lorena Cancela
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