Por Lorena Cancela
Un matrimonio de profesionales neoyorquinos, lo que el marketing definiría como ABC 1, se está preparando para ir a una fiesta. Todo parece perfecto: los dos son hermosos, elegantes, educados, su departamento está bien decorado. Ella le da indicaciones a la nana a propósito del cuidado de su hija. Hasta ahí Ojos bien cerrados parece una oda a la vida burguesa perfecta. Pero el enunciador empieza poco a poco a darnos detalles que desentonan. Por ejemplo: Antes de partir, en el baño, la mujer (Alice) le pregunta al hombre (Bill): “¿Estoy bien?”. Y él responde: “Estás hermosa”. La verdad, es que ni la ha mirado y nuestra protagonista se da cuenta.
Llegan
a la fiesta. Él apenas conoce al anfitrión Viktor (Sydney Pollack) y ella no
conoce a nadie. En un momento se separan y la mujer comienza a bailar con un
hombre muy elegante y sofisticado de Europa Oriental. Está ebria. Ahí aparece el
primer diálogo punzante de la película. El señor con aire señorial, seductor,
le pregunta: “¿Por qué una mujer hermosa que podría tener cualquier hombre está
casada?”. Ella le da una sabia respuesta, otra pregunta: “¿Por qué no?”.
Mientras tanto desde el rabillo del ojo, ve a su marido hablando con dos
señoritas.
¿Qué
está haciendo él? Coqueteando, o dejándose coquetear, por dos mujeres que se le
acercan, lo rozan. Sin embargo, parece que él no le importa. Bill, vamos
conociéndolo, es un hombre confiado en sí mismo y, a su vez, confiable (esto
queda demostrado cuando el anfitrión le pido un “favor”). Optimista, seguro de
sí, y de la estabilidad que le da su casamiento, nuestro hombre se despide sin
problemas de sus festejantes.
Hasta
allí, las cosas se suceden, digamos, sin grandes sobresaltos. Al regresar al departamento,
descubrimos que lo que pasó en la fiesta fue un histeriqueo social
(posiblemente repetido en otras circunstancias) que despierta en ellos ciertas sensaciones.
Pero el asunto se complica cuando Alice, otra vez bajo el efecto de una
sustancia química (en este caso la marihuana) se enoja porque Bill le dice que
si el hombre de la fiesta quería “cogérsela” era completamente compresible
porque ella era hermosa.
Alice
reacciona frente a esa declaración de manera, aunque entendible, un tanto
exagerada. Por un lado, Bill la estaba realmente halagando, por el otro es
cierto que de alguna manera la estaba objetivando, o la estaba tratando como un
objeto de su posesión. Desde su punto de vista, ella se sintió objetivada, desde
su punto de vista él sintió placer de que otros hombres miren, o sientan deseos
por su esposa: con las limitaciones (o las negaciones) propias de un hombre
confiado en sí mismo, Bill la ama.
A
continuación, Alice, defensiva y agresivamente, busca socavar a Bill en su
confianza demostrándole que no sabe todo de ella y que, mucho menos, puede
estar 100 % seguro de la estabilidad matrimonial que según él supieron
conseguir. Lo que hace el ingenio de Kubrick es plantear la amenaza del otro en
el interior mismo de la pareja pero sin otro “real”: no hay terceros reales en este
cuarto matrimonial: solo él, y ella con sus intensas y magnánimas fantasías, su
ingobernable deseo por un hombre prácticamente inexistente (un marinero con el
que cruzó una mirada en unas vacaciones) que se materializa en el sádico relato
que le ofrece a su marido.
Pero
la película no es sobre el sadomasoquismo. Este genio del cine que es Kubrick va
un poco más allá. La incontrolable fantasía de Alice con ese hombre (con el que
incluso imagina fugarse) se diluye, según
dice, a la mañana siguiente cuando el marinero ya no está. “Que no
estara me alivió”, concluye. La alivió de enfrentarse con los asuntos
nocturnos, y sus vericuetos, los pensamientos o sensaciones que afloran cuando
no estamos cumpliendo con nuestras responsabilidades cotidianas.
Es
justamente de noche, la del tiempo presente de la película, donde el universo “ideal”
contenido entre las paredes de este matrimonio empieza a desmoronarse. Bill
asediado por el relato de su esposa, sale literal y metafóricamente a la calle.
Un ‘tópico óptico’ (la imagen de su
esposa teniendo sexo con otro hombre) lo asediará de ahí en mas. En ese
derrotero, en el que la hija de un paciente lo avanza, unos muchachos que parecen
sacados de La Naranja mecánica lo golpean
y llaman gay, Bill, aunque no concreta nada, busca a otra mujer.
Pero
el asunto no acaba allí. El reencuentro con Nick Nightingale lo hará llegar a
una ceremonia sexual, una orgía gigante en un castillo secular donde hombres y
mujeres, enmascarados, intercambian premios y castigos. Bill
sorprendido (los swingers no existían
simbólicamente aunque evidentemente sí en la penumbra del lenguaje que con el
tiempo acabó por definiéndolos) deambula por el lugar advertido por una de las
participantes (lo que hace a la trama más intrigante) de que tenga cuidado pues
su vida corre peligro. Bill, finalmente descubierto como no habitué huye
asustado.
A
partir de allí, la trama se bifurca: Bill vuelve apesadumbrado a su
departamento, el ruso que le alquiló la capa termina ofreciéndole a su hija,
Nick desaparece, y en la mañana una mujer aparece muerta. Funcionando como un deux et machine, Viktor reaparece y une
estos cabos sueltos, explicando la fiesta y muy cruelmente la muerte de la
modelo. Esta última parte es la menos
atrapante de la película, pero es comprensible porque se trata de una película de
Hollywood. De todas maneras, una frase me llama la atención del discurso de
Viktor: “Que todo se trata de una puesta en escena”.
Los
ojos bien cerrados del título son los que no pueden ver que la realidad es, en
alguna medida, una representación. Que el mundo en el que vivimos es una creencia
nuestra, una hermosa u horrorosa mentira, una proyección de nuestra neurosis,
una ilusión que puede desmoronarse de un momento a otro pero que, finalmente,
nos salva del encuentro con lo real, del ver todo hasta que se quemen los ojos.
Cinéfilamente hablando “Salo” de Pasolini, un film imposible de visionar.
En
la madrugada, en la antesala del día, entendemos que por la cara de ambos Bill cumplió con lo que prometió: contarle a
su esposa todo lo que vivió la noche anterior. Y a pesar de esa pesada resaca, coinciden
en que van a seguir con sus responsabilidades cotidianas. En esta caso, las
compras de Navidad para Helena, su hija.
Corte.
La “normalidad” ha vuelto, y mientras caminan por un lujoso centro comercial
(como no podía ser de otra manera para esta pareja), Bill le pregunta a Alice:
B:
“¿Qué crees que deberíamos hacer?”
A:
“¿Qué creo que deberíamos hacer? ¿Qué creo? No sé… Creo que deberíamos estar
agradecidos porque logramos sobrevivir a todas nuestras aventuras ya sean que
hayan sido reales, o tan solo un sueño.
B:
“¿Estás segura de eso?”
A:
“Solo tan segura como estoy de que la realidad de una noche, ya no digamos de
toda una vida, nunca puede ser toda la verdad.”
B:
“Y ningún sueño, es solo un sueño”.
En
este diálogo la más auténtica y reflexiva es Alice. Él, a pesar de estar
afectado, sigue siendo un hombre confiado. Él es, en algún sentido, el hombre
hollywoodense, y ella, por jugar un paralelo cómico, la mujer nouvelle vague.
Miremos
sino cómo sigue la conversación:
A:
“Lo importante es que estamos despiertos ahora y esperanzadamente con mucho
tiempo por venir.”
B:
“Por siempre”.
A:
“¿Por siempre? Es mejor que no usemos esa palabra, me asusta. Pero te amo y hay
algo muy importante que vos sabés que necesitamos hacer tan pronto como sea
posible.”
A
lo que Bill, con su personalidad “despistada” (Y Kubrick marca el costado
asexuado y doméstico de Bill durante todo el relato), responde:
“¿Qué?”.
Y
Alice dice: “Coger”.
Después
de toda esa disquisición entre barroca y budista sobre la realidad y el sueño,
sobre ver o no ver, el genio de Kubrick concluye que a pesar de todo hay una
verdad: la del cuerpo, y sus necesidades. Y que en ciertas circunstancias está
bueno atenderlas.
Copyleft Lorena Cancela
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