Estuve unos días en la ciudad de
San Juan, capital de la provincia homónima, a propósito del primer Festival de
Cine de la UNASUR que se desarrolla del 15 al 22. La inauguración, a la que
asistió el gobernador de la provincia Ing. José Luis Gioia junto a embajadores
de la Unasur, el Secretario de Cultura de la Nación Sr. Jorge Coscia y la
directora del festival Paula de Luque,
tuvo lugar en la playa seca del Centro Cívico. La película de Apertura
fue Aballay de Fernando Spiner
seguida de un cóctel en el mismo lugar.
(Oscar Ranzani)
(frente Dirección de Turismo)
Uno de los aciertos es que el
festival se realiza en una geografía distante de la capital, en medio de unos
de los entornos más hermosos del país: la Región de Cuyo. Otro de los aciertos
es que el espectador, o el profesional del cine como es mi caso, tiene la
posibilidad de entrar en contacto directo y sin muchos rodeos con las películas
que se están produciendo en la región a las que, paradójicamente, fuera de los
festivales no tenemos prácticamente acceso en los canales tradicionales de
exhibición. Festivales así ayudan a entender un poco más el mapa
cinematográfico de la región porque las películas se pueden ver una detrás de
otra. Es que, a veces, en el contexto de otro festival las películas
latinoamericanas no ocupan el centro de la escena. O uno mismo privilegia ver películas
de países a los que quizás nunca vaya. Países que quedan lejos simbólica y
geográficamente.
La Argentina necesita un festival
así: temático y especializado como lo tienen Perú y Cuba y como, en algún
momento, intento ser el Festival de Mar del Plata. Sé que algunos no están de
acuerdo con esta premisa porque, dado el actual mapa de producción, a veces las
películas que se dicen latinoamericanas tienen subvenciones de países europeos,
y de alguna manera responden a ese canon, pero si consideramos a la
nacionalidad de una película ligada a la autoría de quien, o quienes, la
realizan, la cosa cambia. Por otro lado, que festivales así se consoliden
quizás también coopere a que se produzcan películas que para mostrarse no estén
sujetas o condicionadas por el “gusto” o el canon de los festivales de cine
europeos.
Sin contar la apertura, en dos
días vi 8 películas. Algunas de ellas, como El
año del Tigre de Sebastián Leio, ya se habían exhibido en otros festivales
del país, pero otras se exhibieron en calidad de pre estreno. Aquí no voy a
hablar de las películas que me impactaron (sobre todo el documental ecuatoriana
Mi corazón en el Yambo de María
Fernanda Restrepo), o de aquellas que están prontas a proyectarse en Buenos
Aires porque las guardo para mi cobertura para la revista Caras y Caretas que oportunamente subiré a este blog, pero si
quiero decir algunas palabras de la película chilena citada más arriba.
El año del Tigre es, a mi criterio, una película que va al Chile
profundo. El Chile de hazlo tú mismo, el Chile donde el Estado apenas llega, el
Chile del Norte, o del Sur, como en este caso, que se hace con, y casi
exclusivamente, el esfuerzo, la
inteligencia y la resilencia de la gente en un contexto de orfandad y de una
naturaleza amenazante. Por supuesto en El
año del Tigre esto está exacerbado porque acaba de pasar el Tsunami del 27
de febrero del 2010. Pero la película, y si bien se concentra en cierta trama (en
seguir los pasos de su protagonista que en medio del caos se escapa de una
cárcel) no habla solo del después de una catástrofe tan terrible sino, insisto,
del sentimiento de estar a la deriva espiritual.
Una deriva que parece carnal bajo
la piel de los personajes de El año del
Tigre: del preso que se escapa, de la viejecita muerta, del cazador que, de
alguna manera, pide que lo liberen de ese sentimiento con su propia
muerte. Un sentimiento tan potente que
incluso el hombre prófugo prefiere volver a encerrarse que hacerle frente. La
película está, además, atravesada de distintas referencias las cuales, depende
quien la mire, pueden pertenecer al mainstream o al llamado cine de arte. Pero
más allá de estos guiños (el del comienzo un tanto explícito) el film logra transformarse en un “objeto”
por sí mismo.
Me parece que con esta película Leio
demuestra voluntad de filmar y de no repetirse. Pues si con su ópera prima (La Sagrada Familia) se focalizaba en
personajes alienados pertenecientes a la clase media alta chilena, aquí se mete
con la faceta del Chile menos explorado por la cinematografía chilena contemporánea
y que los cineastas de la capital suelen eludir: la de los personajes que
hablan bajito, a los que apenas se les entiende, y que tienen que autoabastecerse
para subsistir. El modo en que cuenta esto es, en alguna medida, similar a aquella
otra película: por momentos cámara en mano, acercamiento al rostro de sus
actores, pero la comprensión de su país es distinta y más abarcativa.
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