Terror
a bordo
El
género en la Argentina
El
terror cuenta con una continuada actividad en nuestro país. Desde las ideas y
caracterizaciones de Narciso Ibáñez Menta para el cine, la televisión y el
teatro, las fusiones entre lo tenebroso, erótico y el policial filmadas por
Emilio Vieyra hasta las series televisivas contemporáneas respaldadas por
grandes productoras locales como Sangre
Fría o remakes tal El hombre que
volvió de la muerte, el género se ha mantenido vivo en la cultura. Sin
embargo, en los últimos años son esporádicos los momentos donde el horror puede
sostenerse en el centro del campo cultural como objeto de estudio. Ya porque no
es considerado como una expresión de calidad – en el cine, desde sus inicios,
se lo ha asociado a las producciones B, de bajo presupuesto – o eventualmente
se estrenan comercialmente películas argentinas de este tipo, el terror, sus
hacedores y seguidores tienden a confiscarse en los circuitos de discusión y
exhibición más alternativos como festivales ultra independientes o círculos de
fanáticos.
Los realizadores locales
miran más hacia el exterior (fundamentalmente Estados Unidos) que al interior
para producir, exhibir y/o comercializar sus films. Eso explica en parte los
diálogos y los títulos en inglés, las marcaciones de actuación de ciertos
personajes, la inclusión de actores angloparlantes en los elencos y la
sofisticación de las páginas web. Las nuevas tecnologías, al abaratar costos y
permitir experimentar con los efectos especiales, promovieron que determinadas
películas se conozcan y compitan en el circuito comercial internacional con
obras o directores consagrados. Incluso afuera se habla de HorrAr, en alusión al género hecho en casa y la forma con la que
conoce su par Nipón: J – Horror. Uno de los referentes de este ¿género? es Daniel De La Vega . Desde su egreso del ENERC, este militante de lo tenebroso ha filmado
distintos cortometrajes y tres largometrajes. Más abajo reflexiones sobre sus cortometrajes.
(Sueño Profundo)
A
través de un relato que pareciera apropiarse de la máxima menos es más, con un
uso sorprendente del montaje que le ha brindado distintos premios, los cortometrajes
de De La Vega
son gemas que condensan distintos temores populares. El primero Sueño Profundo data del año ’97 y cuenta
la historia de una suerte de Segismundo - el personaje de Calderón de la Barca de “La vida es sueño”
- que no puede distinguir qué es sueño de realidad. En La última cena, del año ’99, el realizador arremete con un miedo
visceral: el de envejecer súbitamente. En su tercer cortometraje, el único
documental hasta el momento, Vega indaga en una leyenda porteña: El Martillo, Crónica de un mito. A una
apertura con imágenes del matadero (que remiten tanto a la crueldad con que se
faena a las vacas como a otro documental enblemático: La Hora de los Hornos) se suman cuestionarios a
distintos actores que indagan quién fue el personaje, si existió y dónde, si lo
atraparon o no. La excelente compaginación hace que los testimonios se
contradigan o completen entre sí para concluir, entre otras cosas, con que el
Loco del Martillo, más allá de su existencia como homicida y recluso, es hoy
una leyenda urbana local.
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